Un mundo de verdades escogidas
Ofrecer los mejores conocimientos científicos no parece cambiar la mentalidad de muchas personas. En una especie de respuesta inmune psicológica, hay quienes siguen rechazando ciertas ideas por considerarlas nocivas.
Hace casi medio siglo, en lo que se consideró un escándalo de la era preinternet, lectores de la revista Time se enfurecieron por una de sus portadas. En lugar de la imagen familiar de un líder mundial de aquel entonces —como Indira Gandhi, Lyndon B. Johnson o Ho Chi Minh—, la cubierta del ejemplar del 8 de abril de 1966 fue engalanada con tres palabras en rojo contra un marcado fondo negro: “¿Ha muerto Dios?”.
Miles de personas enviaron cartas a Time y a su periódico local en señal de protesta. Los ministros religiosos criticaron la revista en sus sermones. El objeto de la furia —un extenso ensayo de 6,000 palabras— no era, como muchos supusieron, un llamado contra la religión. Con base en la obra de múltiples filósofos y teólogos, el editor de religión de la revista consideraba con mesura cómo se adaptaba la sociedad al papel decreciente de la religión en una era de secularización, urbanismo y, en especial, asombrosos avances científicos.
Tomando en cuenta las caminatas de los astronautas en el espacio y el olvido al que la polio y otras enfermedades infecciosas parecían encaminarse, era natural suponer que las personas dejaran de creer en cosas sólo porque siempre lo habían hecho. De manera constante, la fe cedería el paso al método científico, a medida que la humanidad convergiera en un cada vez mejor entendimiento de la realidad.
Casi 50 años después, ese sueño parece desvanecerse. Parte de la oposición se da en terrenos familiares: la batalla creacionista contra la evolución es tan feroz como siempre y más sofisticada que nunca. Pero no se trata sólo de religiones organizadas que insisten en sus propias verdades alternativas. En un frente tras otro se espera que el consenso de la ciencia, obtenido con tanto esfuerzo, incluya también creencias personales, religiosas o de otro tipo acerca de la seguridad de las vacunas, los cultivos transgénicos, la fluorización o las ondas de radio de los teléfonos móviles, junto con la validez del cambio climático global.
Al igual que los creacionistas con su “diseño inteligente”, los seguidores de estas causas se arman con su propia ciencia personal, reunida a partir de búsquedas en internet que inevitablemente reflejan los intereses especiales de ciertos grupos. Para tratar de contener estas interpretaciones personales de la realidad, Google modificó hace poco tiempo su algoritmo de modo que la búsqueda de “vacuna” o “fluorización”, por ejemplo, ponga en primer lugar los resultados de información médica obtenida mediante investigaciones científicas.
Pero ofrecer a las personas los mejores conocimientos científicos disponibles no parece cambiar la mentalidad de muchos. En una especie de respuesta inmune psicológica, muchas personas siguen rechazando aquellas ideas que consideran nocivas. Un estudio publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences sugirió que es más eficaz apelar a los opositores a las vacunas por medio de sus emociones, con fotografías e historias de niños enfermos de sarampión, paperas o rubéola, como recordatorio de que el gran público confía más en los sentimientos subjetivos que en los conocimientos científicos.
En un nivel más profundo, las características que alguna vez parecieron determinadas por la biología se cuestionan cada vez más al plantearse que se trata de conceptos sociales maleables. Al verse forzada a renunciar a su puesto este verano, una líder local de la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color, en Estados Unidos, insistía en que era negra aunque nació blanca. Ejemplo de ello es Facebook, que ahora ofrece a los usuarios una lista de 56 géneros para elegir. Transgénero forma parte de esta lista, junto con su opuesto, el cisgénero, lo cual significa que, al igual que la mayoría de las personas, uno se identifica como hombre o mujer de acuerdo con la manera en que las células embrionarias se desarrollaron en el útero.
En la actualidad se redefinen incluso condiciones alguna vez certificadas como patologías. Si bien algunos padres se aferran a estudios desacreditados que culpan a las vacunas de provocar autismo en los niños, otros toman esta condición como una manera más de ser y hablan de un nuevo movimiento de derechos civiles que promueva la “neurodiversidad”, tema de un libro publicado por el periodista Steve Silberman.
Ahora, el mundo parece a punto de admitir que no hay verdades, sólo ideologías en competencia, narrativas que se enfrentan a otras narrativas. En esta guerra epistemológica, a aquellos con mayor poder se les acusa de imponer a los demás su versión de la realidad —el “paradigma dominante”—, dejando que los más débiles se defiendan con sus propias formulaciones. Todo se convierte en una versión.
Estas ideas han servido de marco a los nativos hawaianos, quienes protestan y persisten en retrasar la construcción de un nuevo telescopio en el Mauna Kea porque profanaría la cima de una montaña en la que el Padre Celestial y la Madre Tierra trajeron al mundo a la especie humana.
Después de que escribí sobre esta controversia, supe de jóvenes antropólogos que hablan el idioma del posmodernismo y sostienen que la ciencia es solamente otra herramienta con la que el colonialismo occidental extiende su “hegemonía cultural” para marginar a los desposeídos y privilegiar su propia visión del mundo.
Según esta nueva visión, la ciencia ya no descubre el conocimiento, sino que lo “manufactura”, junto con otros productos comercializables.
El altruismo y la compasión hacia los sentimientos de otras personas representan el mejor de los impulsos humanos. Y es bueno confrontar continuamente las categorías rígidas y las creencias arraigadas, pero esto conlleva un sacrificio cuando lo subjetivo se eleva por encima del supuesto de que, acechando por ahí, se encuentra algún tipo de mundo real.
El giro cada vez mayor de las creencias se acelera gracias a internet, una red de otro modo liberadora. Al mismo tiempo, se expande el alcance de cada mente, se canaliza el debate hacia mensajes opuestos, a menudo no mayores de 140 caracteres, que fuerzan a las personas a los extremos y las atrapan en burbujas de pensamiento que se refuerzan a sí mismas. Al final, uno se queda con la duda de estar también atrapado en una burbuja, como peón y promotor de un “paradigma” hegemónico llamado ciencia, seducido por sus propios delirios.
Prepararse bien, enfocar el asunto desde el punto de vista de la empresa y posicionarse como solucionador de problemas será de gran ayuda.